Es
entonces, justo en el momento en el que me doy cuenta de que todo está perdido,
cuando levanto la cabeza al cielo y clavo las pupilas en el cegador brillo del
sol. Y los cierro, y los vuelvo a abrir, mientras las lágrimas se deslizan por
mis rasgos, por mi sonrisa amarga, por mis pestañas avergonzadas. Es entonces
cuando de verdad me lamento, y tiemblo sacudida por un pesar tan inmenso como
el tiempo mismo, tan ponzoñoso como el más incierto veneno, y más desolador que
la muerte de un hijo. Y busco razones para despertar cada mañana, y me
encuentro que no existen, que nada podría apaciguar el tormento insufrible de
mi cuerpo, de mi alma, de mi conciencia arrepentida. Y deseo abandonar el
mundo, deseo marcharme para no tener que oír más voces ni ver más desgracias,
pero temo que lo que me espere más allá sea peor, aunque cueste de imaginar. Y
bajo la vista del cielo, y al bajar los párpados con fuerza veo puntitos de
colores, que parecen burlonas gotas de felicidad pasajera, que desaparecen al
poco dejando tras sí un vacío hueco y frágil que me hunde en la más triste
miseria y el más peligroso de los delirios.
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