El
crujido fue terrible, y espeluznante; le acuchilló el cerebro como un millón de
punzantes agujas de hielo.
No estaba sola.
Y echó a correr, como nunca antes
había corrido. Por su vida.
Sentía
el latido de su corazón en el oído. No estaba sola. Una rama baja le azotó el
rostro. No estaba sola. Su ropa se rasgó con los afilados espinos y sintió la
sangre caliente en sus piernas y brazos. No estaba sola. El pelo se
arremolinaba en torno a su rostro cuando se atrevía a girar la cabeza,
impidiéndole ver lo que no quería ver. No estaba sola. Escuchó su respiración,
caliente y putrefacta, justo a su oreja, y gritó, y corrió más rápido. No
estaba sola.
Las
lágrimas le hicieron tropezar; volvió a gritar. Fue un chillido de
desesperación, miedo, y muerte. No estaba sola.
Lo
último que vio en la oscuridad antes de que la sangre nublase sus ojos fue un
rostro terriblemente blanco, sin ojos, sin boca; pero que la miraba,
directamente a ella, y sonreía.
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