viernes, 23 de noviembre de 2012

Esa melodía~




La canción me oprimía el pecho, la garganta, los ojos, como una gran bola de frío temor. Sentí las lágrimas acudir, prestas, a la llamada. Deseosas de correr, en pos de aquello que habían perdido, en pos de aquello que habían olvidado. La lluvia caía y ellas seguían retenidas, y la canción sonaba, y la melodía se apagaba y se volvía a encender, y era tan hermosa como todas las estrellas juntas. ¿Cómo pueden existir cosas tan bellas? En medio de la oscuridad, el dolor, la guerra y el odio, surgen cosas hermosas. Poemas, besos, alguien cuyo corazón aun late esperanzado, cuyos dedos recorren las teclas del piano como quien recorre el cuerpo de una amante familiar. Qué hermoso es este mundo, si aun hay esperanza.
De nuevo, encuentras algo que te hace ser feliz. Un pequeño retazo de canción que hace ya mucho olvidaste, y que ahora recuerdas como quien se reencuentra con un viejo amigo. Quizás una pintura, donde se retrate la luz del verano y la fría nostalgia con la que te arropa el invierno. Los tonos dorado y ocre del otoño, la multitud de colores que nos arroja la primavera. Quizás solo unas pequeñas palabras. Perdidas, hermosas, que te hacen ver en la oscuridad. Una voz, un movimiento, una pequeña sonrisa en unos labios siempre tristes. Te renuevan la felicidad, la alegría, el anhelo de despertar y sentir que el mundo es tuyo, que la infinidad de posibilidades de futuro están al alcance de tu mano. El conocimiento, la percepción del mismo conocimiento. Los bigotes de un gato, que te hacen cosquillas. Un té caliente, y relajante, envuelta en una manta y echada sobre el amor de tu vida. Simplemente, hundir las manos en el agua fría, y respirar.
Hoy sabía que iba a morir, y aun así aquella pequeña y polvorienta cajita de música me levantó el ánimo. Sonreí, y aquella sonrisa que no podía ver se me antojó triste y cruel. Burlona. Sádica. Siniestra. Aquella sonrisa que imaginaba grapada en mi mente también me levantó el ánimo. Me levanté del suelo, con la caja entre las manos. Seguía sonando, incansable, aquella melodía que me deseaba una feliz muerte, y me llenaba de melancolía. Por un instante estuve tentada de lanzarla por los aires, y estrellarla contra la pared hasta que aquellas notas cortantes y deliciosas desaparecieran del mundo, pero me limité a cerrar la tapa hasta que enmudecieron. No sirvió de nada, la canción seguía en mi cabeza. Pero ya daba igual. Me sacudí las pelusas de las piernas y del pelo, y acto seguido estornudé. No debí haberme quedado a dormir allí, en ese desván húmedo y polvoriento, lleno de recuerdos viejos y rotos, de sonrisas cruentas desde los retratos cubiertos por sábanas sucias. No debí, con aquella caja abierta delante de mis ojos. Sonando, una y otra vez. Aquella figurita de la bailarina, sin una pierna y una mano, girando en un frío vals de muerte, dando vueltas y más vueltas, sin cansarse, mirándome con ojos vacíos y una regia sonrisa, como muy de señorita. Gira, y gira, igual que las agujas de un reloj. Quedaba poco, poco para que aquella música se apagase de una vez, por fin, en mi mente.
Miré por última vez aquel lugar. Aquellas paredes viejas y enmohecidas, repletas de telarañas y termitas. Miré los muebles, cubiertos al igual que los retratos, pero que se podían adivinar bajo la caída de la tela. Miré el baúl, ese horrible baúl de roble y brezo, lleno de cenizas de tiempos pasados, más hermosos. Llenos de fotografías que rezumaban esperanza. Esperanza.
Ah, sí, y por último miré la caja. En el suelo, abandonada. No merecía ser abandonada. Nadie merecía ser abandonado.
Saqué la pistola y acabé con lo que nunca debió empezar. Aun resuenan en mi mente aquellas notas estridentes que, como agujas, atravesaron la caja hecha pedazos por el disparo.


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